Transcripción de las palabras pronunciadas en la clausura del acto de ingreso de D. Gaspar de la Peña por el Presidente de la Academia, Excmo. Sr. D. Juan Roca Guillamón
Con el acto que en estos momentos nos disponemos a concluir, la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia de la Región de Murcia inicia sus actividades para el periodo 2023-2024. Y lo hemos hecho con la recepción de un nuevo académico de número, el Excmo. Sr. D. Gaspar de la Peña Velasco, que ha venido a confirmar, con su brillante discurso, lo acertado de su elección.
Y todo ello, en el marco de un protocolo estricto en sus formas más esenciales, que debemos mantener y transmitir a quienes nos sucedan.
Pero la Academia, que es foro de respeto y salvaguarda del Derecho, porque eso es la Legislación y la Jurisprudencia, no debe permanecer al margen de un análisis crítico sobre una situación marcada por unas circunstancias, a mi juicio, y desde diversos ángulos, muy preocupantes para la seguridad jurídica.
Ello ha generado en mí una sensación primero de incredulidad y después de tristeza por el desprecio hacia el orden jurídico y constitucional percibido en algunos de nuestros dirigentes políticos que, de manera reiterada y con, en ocasiones, un grotesco discurso, han terminado por provocar una situación de congojo y agitación en una parte importante de los ciudadanos de nuestro país, abstracción hecha de su ideología o adscripción partidista.
Es esta una opinión estrictamente personal, quede claro, formada, eso por supuesto, desde la creencia en la necesidad de respeto al Estado de Derecho, a la división de poderes, a la igualdad de todos los españoles y a la unidad de España, en los términos que la Constitución proclama.
He reiterado que la Academia no debe permanecer impasible ante una situación en la que, preocupantemente, muchos creemos que algunos de esos valores que acabo de citar pueden estar orillados, preteridos o directamente, infringidos, por una continua artimaña dialéctica que no consigue engañar a nadie mínimamente instruido en Derecho, aunque sí asombrar por el cinismo con que a menudo se reviste.
Y cuando digo que la Academia no debe permanecer impasible ante esta situación, vengo a coincidir con lo que vienen expresando bastantes de sus miembros, si bien es cierto que, hasta ahora, opinar sobre algo que todavía hoy mismo, 9 de noviembre, 20.30 h., no conocemos, como ocurre con el texto de la llamada “ley de amnistía” en tanto no se publique, tiene el riesgo de situar a la Academia en un aparente posicionamiento más político que técnico, acaso impropio de una corporación como la nuestra donde confluyen distintas ideologías, sensibilidades y también responsabilidades profesionales que deben mantener su apariencia de imparcialidad mientras estén en su ejercicio; personas a las que debemos situar, por tanto, al margen de declaraciones corporativas que en un futuro pudieran comprometerlas en su funcionamiento jurisdiccional o administrativo.
Pero hoy las cosas parecen estar más claras, y ya no vale decir que no sabemos de qué estamos hablando, pues son los propios responsables políticos los que, a través de los medios, nos anticipan el contenido de unos pactos que no podrá diferir mucho en su literalidad de lo que ya conocemos.
En este estado de cosas, el Presidente de la Academia -quiero insistir en que, a título personal, y ello debe quedar claro- no puede ni quiere dejar de decir alguna palabra sobre los acontecimientos que, día a día, nos han venido sorprendiendo y que, al menos a mí, me producen un sentimiento, mezcla de sorpresa, irritación y, por qué no repetirlo, de tristeza. Y es que, muy sintéticamente, quiero justificar lo que digo con las siguientes consideraciones:
1.- Presentar una ley del calado de esta llamada “de amnistía” o como se la quiera denominar, llevándola a una cámara parlamentaria que de hecho permanece llamativamente cerrada desde que así parece convenir a un ejecutivo en funciones; y hacerlo bajo la forma de proposición de ley, para eludir informes de los altos órganos consultivos que, de otro modo, serían preceptivos, es una artimaña política, por muy legal que sea, injustificable ante los ciudadanos privados de acceder a un debate entre sus legítimos representantes a los que, por cierto, acaban de elegir sobre la base de programas electorales que para nada anunciaban la patética situación que se iba a propiciar inmediatamente después.
2.- Transformar fácticamente los equilibrios de poderes que coexisten en la estructura del Estado y hacerlo con prisas, cambiado vergonzantemente de criterio o de opinión según el viento que sople, no parece el mejor modo de actuar en una democracia occidental contemporánea.
Históricamente, solo los golpes de Estado se han dado con tan inusitada rapidez. Claro que los golpes de Estado del siglo XXI son bien distintos a aquellos que en otros tiempos daban los espadones entrando a los parlamentos a golpe de sable y lomos de caballo. Hoy resulta mucho más sutil y efectivo acaparar los poderes del Estado en una sola mano -que no por eso será menos férrea cuando convenga al nuevo dictador- mezclando materialmente, aunque con respeto formal a su separación, los poderes que de hecho ostentan uno y otro. Para ello basta con que el ejecutivo controle los órganos de decisión del legislativo, creando una dependencia fáctica al servicio del interés político de aquel. Y cuando no queda más vía de resistencia a esa ambición que la que ofrece el poder judicial, asistimos atónitos al espectáculo de ver que, si es necesario, se le minusvalora, cuando no se le vilipendia.
No podemos olvidar que el Juez es el último recurso que queda al ciudadano ante la injusticia y la arbitrariedad, y no puede ver mediatizada su indemnidad en el ejercicio de su noble función. En ningún caso, y en ningún orden jurisdiccional, desde el más humilde juzgado a la más alta magistratura, el Juez puede ver perturbada su independencia. El Juez en los sistemas europeos continentales, de derecho codificado, no hace la ley, sino que la aplica; y no mecánicamente, como haría un sistema informático experto o, ahora, de inteligencia artificial. Y si se discrepa de su decisión al interpretarla, para esos están los recursos.
En suma, tenemos que defender a nuestros jueces, a todos, con abstracción de su ideología que, por supuesto, pueden tenerla del signo que fuere, como ciudadanos que también son; con sus virtudes y sus defectos, porque si no, no serían humanos.
Por eso produce la más profunda repulsa solo pensar en qué situación quedarán aquellos jueces a los que de la noche a la mañana se les diga que todo lo que han hecho cumpliendo con su básica obligación de hacer cumplir la ley no vale para nada, porque esa ley ya no surte efecto respecto de aquellos a los que enjuiciaron; y lo que es peor, preguntándose si por haber aplicado una ley, entonces justa pero ahora formalmente injusta, pueden ser reprochados; ¿habrá que pedir, asimismo, la amnistía para esos jueces?
Plantear siquiera tamaño disparate es consecuencia de ignorar que transformar el sentido de la estructura jurídica del Estado es algo tan relevante, tan grave, que solo un proceso neo constituyente lo justifica, pero nunca intentarlo por la vía de forzar el sentido de las normas a partir de argumentos éticamente reprobables y moralmente inadmisibles.
Los ciudadanos hemos tenido que asistir, impávidamente incrédulos, a una utilización torticera del indulto; a la pulverización de un delito tan reprobable como la malversación de caudales públicos, y ahora a una amnistía –figura, por cierto, hasta el momento inexistente en nuestro ordenamiento jurídico- que supone una dispensa, selectiva y sectaria, de responsabilidades, totalmente carente de fundamento moral.
Hemos asistido, atónitos, a discursos contradictorios de importantes mandatarios que, impúdicamente, han sostenido lo contrario que decían el día anterior. Y todo ello al servicio de un objetivo que uno está autorizado a pensar que no es, como se quiere aparentar, un interés puramente personal, que también, sino que parece ir bastante más allá, en un ya no tan sutil proceso de transformación del efectivo poder del Estado hacia la monopolización por parte de uno de sus poderes, el ejecutivo, del funcionamiento de los otros dos, legislativo y judicial.
Y para concluir, porque no quiero entrar en detalles que avalan lo que acabo de apuntar en esta breve intervención, ¿todo esto tiene que ser aceptado por la ciudadanía simplemente porque la aritmética parlamentaria, sin duda legal pero moralmente difícil de compartir, haya dejado una tan abrupta decisión en manos de un, hoy por hoy, todavía delincuente, prófugo de la Justicia?
Y lo que es peor, cuando se intuye que esto no va a terminar aquí, como muchos venimos temiendo, se nos comunica, hoy mismo, hace pocas horas, que efectivamente eso va a ser así: un proceso continuado, de sucesivas reclamaciones, eufemísticamente calificadas como “futuros acuerdos de legislatura”, bajo la humillante presencia de un mediador internacional.
La gota que colmaría el vaso, puede ser, según parece y acabamos de conocer, la pactada posible creación de comisiones parlamentarias de investigación de ciertas decisiones judiciales calificadas de judicialización de actuaciones políticas. Es decir, la consagración a través del hoy llamado lawfare de aquel ensueño hegeliano del filósofo marxista Antonio Gramsci formulado como “uso alternativo del Derecho”, tan del gusto de la progresía intelectual de los años 60 del pasado siglo. Probablemente el más grave de los atentados a la independencia judicial.
Mientras tanto, yo vuelvo a reclamar para los jueces el respeto y la consideración que merece su digna función, que ahora se ve amenazada en su clave de bóveda por artimañas dialécticas, de todo punto inasumibles. Una norma puede ser formalmente ley, pero no por ello es necesariamente legítima. El problema de la ley injusta, ha sido objeto de debate desde antiguo, pero la experiencia más moderna de los Juicios de Nüremberg contra dirigentes nazis debería servir de aviso a navegantes.
Muchos siglos antes, con acertada premonición, y aunque no esté de moda citarlo, dejó dicho Santo Tomás de Aquino que “serán injustas las disposiciones dictadas por el gobernante no para el bien común sino por propia ambición, avaricia o gloria, excediéndose del poder que se le confirió o distribuyendo desigualmente las cargas… las que contradigan la naturaleza de las instituciones en el momento histórico; en el respeto a la igualdad o al imponer cargas y responsabilidades a ciertas clases y eximir de ellas a los poderosos o miembros de un partido” .